sábado, 5 de diciembre de 2009

Pelota de cuero


Hubo un tiempo en el que jugar al fútbol con una pelota nº 5 nuevita era todo un privilegio. Gozaban de él los chicos de familia más adinerada y los grupitos de amigos más organizados y exigentes, que reunían unos billetes entre todos para comprar la esfera sagrada. Si no había dinero, las alternativas eran diversas. Se podía usar una vieja pelota descolorida, descocida, desgajada, algo desinflada al rato de inflarse, y hasta ya algo ovalada; armar una de trapo o, si había unas monedas, recurrir a una de goma de esas baratas que se vendían en comercios de barrio, al menos así había algo más esférico para hacer rodar bien, y picar (propiedad física muy importante, que la pelota de trapo no poseía). Si había unos billetes, se podía optar por una nº 4. A veces ella terminaba siendo la gastada y agonizante a la cual recurrir, a falta de una nº 5 en las mismas condiciones.
No obstante el desgaste, una pelota vieja era apreciada con gratitud, porque ofrecía, al menos, la oportunidad de jugar, como fuera, con lo que sea. La vieja pelota era un objeto de culto. Guardaba la memoria de cada cabezazo, de cada traslado habilidoso, de cada toque, de cada despeje, de cada pelotazo largo, de cada centro, de cada tiro al arco, de cada atajada, de cada gol.
Pero cuando aparecían los del otro barrio o del otro grupo de amigos con una pelota mejor, ella era venerada como la Virgen (y más si estaba nuevita) y la heroína de tantas batallas era despreciada como una prostituta avejentada ya usada y descartada, un objeto inservible y desechable arrinconado tras el fondo de la cancha, al menos por el momento. Hasta que los de la pelota nueva se iban, y había que rendirse a la veterana, reingresándola al campo de juego.
En caso de pinchadura, una cirugía de trasplante de cámara y unos puntos de sutura le prolongaban la vida útil indefinidamente, una y otra vez que algún objeto punzante produjera daños internos. Si las ruedas de algún camión inoportuno la reventaban, era una catástrofe para un shock emocional por la pérdida irreparable, poniendo en duelo al grupo desgraciadamente despojado de la compañera con tan trágico fin.
Eran tiempos en los que había muchos espacios verdes donde jugar (mejor dicho, marrones o rojizos, según fuera la tierra de la región, ya de puro suelo pelado después de tanto fútbol y fútbol comiéndose el pasto como oveja patagónica). También había muchos muchachos como para armar equipos. Y sin embargo, una pelota digna de satisfacer los requerimientos de amantes del deporte, solía estar ausente del acontecimiento cotidiano. También solían estar ausentes unos buenos botines con tapones: se jugaba con zapatillas lisas, y listo; si eran viejas y rotosas, en ciertos niveles sociales y lugares eso no era la gran vergüenza, incluso jugar descalzo no era mal visto. Usar camiseta de algún club era un sello distintivo de tal o cual muchacho hincha de él, perteneciente a una minoría que se ponía con orgullo los colores de su equipo, y de ningún otro.
Ya desde fines del siglo XX, el abaratamiento de los precios de pelotas, calzados y camisetas cambió el concepto de cómo se debe ir a jugar al fútbol: sin una pelota, de preferencia nueva, y calzado en buenas condiciones, se es poco menos que un miserable; ir con la camiseta del propio club o la de cualquier otro de moda por sus triunfos internacionales, es indistinto, así que poco importa el orgullo de hincha. Hay camisetas baratas y carísimas; la que sea, pero hay que estar a la moda de ponerse una camiseta de club: nadie será mal visto vendiéndose al snobismo. Hasta las chicas lo hacen, y muchas a la hora del partido van así por la calle y no saben ni les importa si el equipo está ganando o perdiendo. Los ingleses partidarios del rugby que a fines del siglo XIX calificaron al fútbol como femenino y destinado a una pronta desaparición, no le erraron tanto al menos en lo primero: en Estados Unidos, la mitad de quienes lo juegan son chicas, y en Latinoamérica ellas abundan en las tribunas de los estadios. En ellos también abundan lágrimas de hombres en ocasiones de derrotas importantes, cosa inconcebible décadas atrás, en que rara vez se veía a perdedores anteponer la debilidad a la dignidad.
La ciudad se ha llenado de camisetas futboleras por la calle, las pelotas abundan, pero ya no son resistentes y durables como aquellas de cuero, que a veces se ponía duro, y con la lluvia se hacía pesado; ahora son de material sintético, tan liviano que suele describir trayectorias extrañas e imprevisibles que sorprenden y engañan a los arqueros. Alfredo Distéfano, para fundamentar que el juego debía ser por el piso, decía a sus dirigidos que “la pelota es de cuero, el cuero es de vaca, la vaca come pasto, por lo tanto la pelota debe jugarse por el pasto”, pero como ya no es de cuero y es ultraliviana, suele andar demasiado por arriba. Se rompe tan fácil que y es tan barata que se olvida y se reemplaza rápida e insensiblemente. Hay que ser demasiado pobre o miserable para no comprar una cada tanto, varias veces al año. El dueño de la pelota ya no es el mesías que salvaba a los dependientes de él, que si se demoraba o faltaba, los condenaba al infierno de la frustración, al purgatorio del aburrimiento o, a falta de la Pelota Prometida, a vagar como los judíos por el desierto en busca de algún grupito jugando que les diera cabida. El dueño de la pelota es ya sólo uno más entre los cuatro o cinco que llevan una, de donde se puede elegir la mejor. Y la mejor no es de las más baratas y efímeras, pero así y todo tampoco cuesta tanto.

La pelota ya no es un objeto de culto: si es de las mejores y durables, carece de esa singularidad por la que poseerla sea algo trascendental reservado a elegidos, porque los compañeros de juego también tienen una así; si es de las baratas, es lo más parecido que existe al preservativo. Está para ser usada y desechada (más temprano que tarde), gastándose prontamente sobre cemento o asfalto, porque los espacios verdes o de tierra han sido reducidos a un mínimo.

Mientras tanto, tres rituales profanos que han destronado al sagrado del fútbol de barrio (emborracharse, drogarse y chatear), han desertificado los pocos espacios de juego que quedan, llevándose a la juventud lejos de la actividad física, de la salud, y de edificar una sociedad con algún futuro que valga más la pena ir hacia él, que tomarse la máquina del tiempo, si existiera, de regreso a las épocas de la pelota de cuero.

Claudio Omar Rodríguez
Monterrey, 29 de mayo de 2009

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